Once años después de su anterior trabajo (“A bigger bang”), por fin tenemos nuevo disco de los Rolling Stones. “Blue & Lonesome”, publicado en diciembre, es el segundo disco del grupo en el milenio actual y el vigesimoquinto de su carrera.
Obviamente, no todos los discos de su trayectoria son igual de “redondos”. La primera década de los Stones fue la que aportó frutos más gloriosos, como “Beggars Banquet” (1968), “Let it bleed” (1969), “Sticky Fingers” (1971) o “Exile on Main Street” (1972), pero no son nada desdeñables obras posteriores como “Tattoo You “(1981) o el propio “A bigger bang” (2005).
El disco recién salido del horno, “Blue & Lonesome” es un verdadero homenaje al blues, el género que practicó la banda en sus inicios y que arrasaba en los clubes londinenses de los primeros años sesenta. Es un álbum de versiones, no por escasez de ideas de los viejos rockeros británicos, sino para rendir cuentas, ¡por fin!, con sus orígenes. Los Stones siempre han reivindicado la importancia del blues en su trayectoria. Este era un disco pendiente y anunciado mil veces desde hace años. Ha tardado en llegar, pero la espera ha merecido la pena. Con “Blue & Lonesome”, los Stones nos arrastran desde el principio a la atmósfera cruda de aquellas sesiones de antaño en los clubes londinenses. Si cierras los ojos y te dejas llevar, casi notas el humo que invade el local, el trasiego de alcohol y el aliento de los curtidos amantes del blues que asisten -contigo- a la sesión.
En “Blue & Lonesome”, se percibe la pasión, la vitalidad -impropia de su edad- y el cuidado de los Stones por respetar el espíritu de las canciones originales y de sus creadores. Puro lucimiento. No soy crítico musical ni nada por el estilo. Simplemente, apuntaré los alardes vocales de Mick Jagger en “All of your love”, el duelo de guitarras y armónica en la canción que da título al disco, el ritmo y frescura del blues ferroviario “I gotta go” del pequeño gran Little Walter -un maestro de la armónica y uno de los pioneros del rock and roll-, la melancólica «Little Rain» y su lenta cadencia guitarrera, secundada tanto por la voz como por la armónica de Jagger y la participación de Eric Clapton en un par de temas. Pero hay mucho más. Es un disco que destila autenticidad, sabiduría musical y dominio del blues.
El ciclo de vida del producto. Los Rolling Stones irrumpieron en la escena musical en 1962. Cincuenta y cuatro años, repito, cincuenta y cuatro años después de la formación de la banda, siguen en la cresta de la ola. Mick Jagger y Keith Richards están al borde de los 75 años, edad ya superada por el imperturbable Charlie Watts, el gentleman hecho batería. La juventud la aportan los lozanos 70 años de Ron Wood… Más allá de ser los reyes del rock (¿o del rhythm & blues?), son desde hace años, un fenómeno a analizar por su incombustibilidad. No emiten signos de decaimiento… Cualquier producto, en cualquier mercado, tiene, inevitablemente, un ciclo de vida. El producto nace, crece, se estanca, decrece y muere. Es ley de vida. En el caso de los Rolling, sorprende particularmente la longevidad, unida a la intrínseca calidad y fuerza Stone. Desde hace décadas, cada vez que se anuncia una nueva gira del mítico grupo inglés todos nos preguntamos si será la última. Y así seguimos, gira tras gira. Ahí los tenemos, dando conciertos como el gratuito de la Habana en marzo 2016, un hito histórico, con centenares de miles de asistentes. La capacidad de atraer multitudes (y de generar negocio) de los Rolling Stones se mantiene intacta.
El valor de la marca. Desde hace décadas, los conciertos de los Stones son muchos más un exponente de marketing corporativo (interpretan sus temas históricos) que de marketing de producto (la clásica promoción del último disco). La marca “Rolling Stones” (y el famoso logo lingual) se creó y consolidó en los sesenta y desde entonces no ha hecho más que acumular valor. Desde hace años, los ingresos principales de los Stones proceden de las giras (más que de los royalties de sus discos). Cada concierto de los Rolling Stones es un verdadero espectáculo, con un escenario apabullante, grandes pantallas de televisión y toda la parafernalia imaginable, y, claro, la fuerza y el ritmo infernal de sus satánicas majestades interpretando su repertorio de grandes éxitos.
La experiencia de consumo. Para cualquier grupo musical, un concierto suele ser una excelente forma de dar a conocer un producto nuevo (disco), para incitar a su compra y disfrute, y, por otro, es una experiencia de consumo. En el caso de los Stones, empresa y producto singular dónde los haya, desde hace ya muchos años los conciertos son por encima de cualquier otra cosa una experiencia –única e irrepetible- de consumo. No dan a conocer un producto nuevo, sino que, por así decir, se dan a consumir a ellos mismos (del mismo modo que no es lo mismo degustar un producto envasado que tenga el sello de los hermanos Roca que cenar en El Celler de Can Roca).
Los Rolling Stones son un caso absolutamente atípico de longevidad. Son los principales mitos vivientes del rock. En su mercado, el de las bandas de música, se han convertido en un producto de inusual larga vida, como le sucede a la Coca-Cola en el mercado de las bebidas y a la Aspirina en el mercado farmacéutico. Son tres marcas universales y longevas, que siguen aportando valor. La Coca-Cola nos da la chispa de la vida, la Aspirina nos quita quebraderos de cabeza, y los Stones –y esperemos que por muchos años- nos brindan SATISFACCIÓN. Duren lo que duren, siempre sentiré simpatía por estos diablos, que, en edades supuestamente propias de paseos al sol, partidas de dominó y cuidado de nietos, siguen rebosantes de energía, vitalidad y ganas de nuevos retos, ofreciendo conciertos de rock a lo largo y ancho del mundo como si el tiempo estuviera eternamente de su lado… Lo dicho, pongan “Blue & Lonesome”, cierren los ojos y a disfrutar…